La “Tacita de Plata” se rompió cuando olvidó cómo caminar

Corría la década de los años treinta cuando la ciudad de Guatemala recibió su famoso apodo de “Tacita de Plata”. Poco queda de lo que hizo que se mereciera ese calificativo. Ya ni el recuerdo es suficiente para comparar el estilo de vida de aquellos años con la realidad que tenemos ahora.
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El sobrenombre se lo ganó a pulso, porque la gente así lo percibía. Era una ciudad tan perfecta, limpia, pulcra y ordenada, que parecía una tacita de plata. El sueño de cualquier urbanista del siglo XXI: una ciudad compacta, cómoda, segura, multicéntrica que se podía recorrer a pie. Un ejemplo de lo que ahora llaman  “la ciudad de los quince minutos”.

Cuentan, los que ahora adornan con plata su cabello, que el transporte público era envidiable y sus escasas dos rutas mantenían las unidades con una pulcritud excepcional. Los choferes, además de ser muy educados, siempre portaban un uniforme perfectamente planchado, acompañado de un quepi que le daba el toque final. Unos caballeros al volante.

La sociedad también era más compacta, la convergencia era costumbre. Indistintamente las personas iban a los mismos lugares a hacer sus compras, sus hijos estudiaban en los mismos establecimientos que en su mayoría eran públicos, compartían ferias, eventos y festividades en una armonía que ahora suena tan irreal como inimaginable.

Entre tanta utopía, se podía vivir en la ciudad. La cordialidad estaba a la vuelta de la esquina, los modales, la educación y sobre todo el respeto eran parte del menú. Pero poco a poco se fue perdiendo todo aquello, se fueron dejando de lado muchas costumbres, una brecha social se fue zanjando hasta lo que tenemos hoy en día.

Los pasos perdidos tienen gran culpa en esto, pues la ciudad se volvió un territorio desigual donde empezó a predominar el interés de unos pocos en contra del desarrollo de todos. Los acaudalados empezaron a hacer notar sus cuotas de poder. Dejaron de ir a pie y tuvieron el privilegio de optar por un carro particular. Además lo vendieron como un símbolo social de progreso y estatus. 

Como la codicia no conoce la saciedad, los puestos de decisión política les ayudaron a conservar el control y mantener su posición ante la sociedad. La inversión pública se enfocó en ese estatus, agudizando la brecha social y condenando nuestra historia.

Las calles se volvieron peligrosas y ya no eran más espacios de convivencia. Se perdieron los espacios públicos que servían de patio de juegos de los niños pequeños, porque los niños grandes necesitaban más espacio para acelerar sus juguetes nuevos y relucientes. Aunque eran minoría, también se volvieron deseos aspiracionales, grandes ejemplos a seguir porque todos querían ser el privilegiado de la cuadra.

Un privilegio que se volvió costumbre, se popularizó (aunque no todos lo puedan alcanzar) lo suficiente para que fuera prioritario, para merecer el 40% de nuestro espacio público y el 80% de inversión en infraestructura. Todo este esfuerzo financiero no nos lleva a ningún lugar porque el tráfico sigue allí. 

Lo triste de todo esto es que cada vez valen menos esos esfuerzos de inversión, porque no resuelven los problemas y dividen cada vez más el tejido urbano dejando menos espacios para convivencia y relación social, un medio necesario para alcanzar el desarrollo humano.

Ojalá veamos el día en que las decisiones se tomen sin intereses particulares y la “tacita” vuelva a ser de plata. Yo puedo asegurar que ese día será cuando los habitantes de la ciudad vuelvan a desempolvar los zapatos y aprendan de nuevo a caminar.

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