1.
“En Tailandia, taxis parados sirven para cultivar alimentos”, he aquí el título.
El final de la pandemia sólo está en el principio, podría decir alguien.
La noticia aclara: “En un aparcamiento de la capital tailandesa, Bangkok, hay vegetales brotando de los techos de los taxis.”
Cuando nadie se mueve por la ciudad, los medios de transporte dejan de ser transporte y se convierten en inmuebles que no se pueden alquilar (pese a que, en algunas ciudades, el coche parado efectivamente se alquile, como desesperado alojamiento en invierno).
La aparición de villas temporales donde cadáveres temporales de coches permanecen esperanzados, pero quietos, se ha multiplicado en algunos puntos del mundo. Tailandia no es un caso único.
“Las restricciones de la pandemia en Tailandia han dejado al país sin turistas y a los conductores sin trabajo, con los coches aparcados en un auténtico cementerio de taxis.”. Inútiles, pero no averiados: quizá por eso la resurrección sea más sencilla. No se trata de rescatar al muerto hacia otro estado, casi opuesto -basta con darle utilidad.
De todos modos, los cementerios de objetos hechos para el puro desplazamiento -aunque no averiados en definitiva – lanzan la nostalgia en dos sentidos: tristeza por lo que ocurrió, tristeza por lo que viene. ¿Pueden los objetos inanimados estar ansiosos? Sí, es la respuesta.
Una foto desde un punto de vista aéreo (¿quién ha subido allí arriba?) muestra el techo de varios taxis de Bangkok cubiertos por un plástico en el que un poco de tierra permite que algunos alimentos futuros tengan allí su surgimiento.
La tragedia llega, en muchos países pobres, en forma de arte encontrado más que necesario, urgente. Y la pobreza siempre se ha defendido así: uniendo elementos del mundo que el bienestar generalmente separa. Un coche no es un campo de cultivo mientras la desesperación no es desesperación.
Dice la noticia que fue la empresa “Ratchaphruek Taxi Cooperative” la que ha decidido “utilizar el techo de los vehículo para crear pequeños huertos que esperan poder ayudar a la alimentación de los taxistas desempleados.”
Los taxistas han plantado, en el techo de sus taxis, “pimienta, pepino y calabacín.” La ansiedad estará en medio de la tierra, revuelta para pasar desapercibida -en la fotografía, vista desde arriba, no se ve.
2.
Una noticia del The Guardian relata que una tortuga de dos kilos “ha sido avistada en la pista del Aeropuerto Internacional de Narita, cerca de Tokio.”
Un piloto, y su tecnología de alerta al más mínimo movimiento raro, habrá detectado el ínfimo movimiento de la tortuga -y los servicios del aeropuerto habrán sido llamados para solucionar el problema provocado por una cosa lenta, pero no prevista. Lo imprevisible puede casi no moverse de un sitio, pero siempre es una objeción colocada en medio de un planeamiento.
Cinco aviones salieron con retraso por culpa de la tortuga, se escribió en el informe del día. En un informe técnico la palabra tortuga es semejante a una aparición, un vocablo intruso, una importante alteración de altitud del lenguaje.
Ella -la tortuga, el problema que camina lentamente – habría salido de un almacén situado a cien metros del lugar en el que fue detectada.
¿Cuánto tiempo hará desde que ha salido de allí? Días, murmura alguien que entiende de tortugas y velocidades. Cuántos, pregunta un curioso.
Ella también tiene derecho a dormir, responde el técnico -los lentos también duermen.
Según el periódico, algunos pilotos aludieron a que las tortugas traen suerte en ciertos países, y esos pequeños retrasos de 15 minutos, quién sabe, acabarán dando buena fortuna a todos los tripulantes y pasajeros. Quince minutos de retraso bastan para que se evite la tragedia que salió más temprano o para tocar en el milagro que se levantó más tarde.
Nadie ha hecho eso, pero un técnico dijo que se debería seguir, hasta el final, la vida de estas personas cuyo vuelo se retrasó 15 minutos. Así sabríamos, verdaderamente, dijo él -y el verdaderamente lo dijo de manera bien convicta de la racionalidad de su frase – sabríamos, verdaderamente, el efecto de la tortuga en sus vidas.
Traducción de Leonor López de Carrión