Ilustración: Herbert Woltke

No soy la única

Cuando mujeres como Verónica Molina rompen el silencio y comparten sus historias de violencia, estoy segura que muchas otras nos vemos reflejadas en esos testimonios, porque la violencia siempre toma muchas formas. De una u otra forma todas somos sobrevivientes.
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Hablamos poco de ello, nos resistimos a hacerlo, pero cuando finalmente lo hacemos, y nos vamos a las estadísticas –siempre insuficientes para mostrar una realidad horrenda- vemos con espanto que aún con el subregistro, son demasiadas las mujeres que han sido violadas en Guatemala y muy pocas las que encuentran justicia. El sub-registro, que según la SVET podría llegar al 70%, es sin duda alarmante. Impide dimensionar la gravedad del problema.

Pero más allá de las estadísticas, detrás de cada cifra hay una mujer de carne y hueso, con su propia historia, con sueños y anhelos rotos. En lo que va del año, el Sistema Informático de Control de la Investigación del Ministerio Público, reporta 1,550 víctimas de delitos de violación, violación agravada y violación con circunstancias especiales de agravación. En menos de una década, entre 2013 y 2021, suman 12,991 mujeres. 

Este año, más de una tercera parte de las víctimas tiene tan solo 13 (132) y 14 años (484). El código penal establece en el artículo 173 que “siempre se comete este delito (violación) cuando la víctima sea una persona menor de catorce años de edad”.  

Y aunque cueste creerlo, un buen número de estas menores terminan llevando en sus entrañas el fruto de esa violación. El Observatorio de Salud Reproductiva de Guatemala –OSAR- señala que entre enero y junio de este año se registraron 2,737 embarazos en niñas de 10 a 14 años. Muchas se convirtieron en madres. OSAR habla de 948 nacimientos en este mismo período. Con violencia y engaño las agredieron, las violaron y les arrebataron su derecho a ser felices, a soñar, a reír, a jugar, a vivir sin miedo. Normalmente a manos de un familiar cercano.

Son demasiadas las mujeres que por mucho tiempo callan el horror que vivieron.  No debería ser así. Pero ésta es una sociedad que ha normalizado la violencia, a tal punto, que justifica y hasta llega a premiar a los agresores.  “La violencia sexual contra las niñas y mujeres es una de las manifestaciones más claras de una cultura patriarcal que alienta a los hombres a creer que tienen el derecho de controlar el cuerpo y la sexualidad de las mujeres”.

La CIDH destaca que en general, “impera la impunidad de la violencia sexual. Por un lado, muchas mujeres víctimas de esta violencia no denuncian por múltiples razones; y por otro, la justicia que se obtiene en los procesos es de poca calidad, ineficiente y diferenciada; más aún si se considera que el sistema no es igualmente accesible para todas las personas. Esa desigualdad afecta especialmente a las mujeres, dados los patrones de discriminación que imperan social y culturalmente”.

“Hemos pasado demasiado tiempo solas. No es justo que seamos nosotras las que carguemos en silencio con el peso  de lo que alguien más nos hizo”, decía atinadamente Jimena Ledgard, en un charla Ted Talk acerca de la importancia de romper el silencio para construir una sociedad más justa y empática.  

Verónica lo hizo. Rompió el silencio y con su testimonio nos recordó que ella no es la única. “Yo soy uno de los miles de casos en Guatemala…Ésta ya no es solo mi lucha, es la lucha por defender los derechos de todas las mujeres y las niñas que han sido violentadas. No podemos normalizar un acto así, porque destruye el espíritu de cualquiera. No podemos normalizar algo que es una epidemia. Tenemos que exigir justicia.”

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