Ilustración generada con Starryai

No nos vamos

Hace algunos años muchas personas en la ciudad, tuvimos un despertar colectivo que se sintió como una nueva forma de abrir los ojos. Una manera de despabilarse ante la incontenible protesta social que exigía una realidad distinta.
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Con nuevas formas de diálogo y reformas que respondieron, no solo a combatir la corrupción, sino también a terminar con aquellos actos que resultaban (y resultan) en condiciones dramáticas que prohíben el derecho a una vida que, si no sea digna (adjetivo que uso a diario, pero que cada día comprendo menos), al menos podamos llamar decente. Es un tiempo que añoro, donde coincidimos entre la complicidad y la esperanza, donde nos encontramos pese a toda una estructura creada para evadirnos.  

Pensar ahora en ese tiempo es como reconectarse con una vida pasada. Como estar frente a un puente en ruinas que no permite conectar el ahora con ayer o antier o cualquier otro momento. Y en la orilla de ese puente, todo el tiempo, estoy yo, diciendo adiós con los ojos llenos de lágrimas. Despidiéndome de todas aquellas personas que han sido ladrillos que sostienen una existencia completa, y tras meses de repetir ese mismo ritual de la aceptación de alguna ausencia en donde mis mundos se separan incansablemente, sigo desconociendo si volverán a unirse de nuevo. Si volverán las personas, pero también si esos espacios que ahora se sienten vacíos, en la turba de algún instante, volverán a llenarse de lo que alguna vez fueron. Esas esperanzas o ilusiones que, por ahora, deambulan como fantasmas, recuerdos o incluso, como leyendas.

El tiempo de ahora es otro, uno que no hace más que buscar en el horizonte los primeros destellos de que algo mejor vendrá. De nuevo esa esperanza que, mientras no caiga entre las manos de los mismos mercaderes de ilusiones, siempre tiene la oportunidad de transformarse en un movimiento completo, en un nuevo puente. Uno que se aglutine bajo esos estatutos que nos instan a seguir creyendo, a restaurar, a insistir en la terquedad que no todo está perdido. 

Como lo dijo Camus, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo, pero también sabe (o debería saber) que no podrá hacerlo, que la tarea, tal vez, será mayor y consiste en impedir que el mismo mundo se deshaga.  Tras haber heredado una historia corrupta y dolorosa, llena de fracasos, odio y represión, la tarea de restaurar, reconciliar o, por lo menos, sostener el futuro para evitar que se destruya, sigue siendo nuestra, y en un espacio más cercano, sigue siendo individual, propia, mía.

Hace un tiempo ya desde que despertamos para soñar. Un oxímoron que todavía nos estremece y que debemos mantener como innegable, para que sigan vivas las exigencias, las ilusiones, hasta las sonrisas, las pancartas, las calles repletas de reclamos. Tal vez no será como en ese tiempo que añoro, puede ser algo pequeño, una marca que llevamos dentro, como traer grabado en el pecho aquel lema de los indignados, ese que dice: no nos vamos, nos mudamos a tu conciencia. 

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