Ilustración: Herbert Woltke

Los niños ya no salen a jugar

— ¿Buenas tardes, será que le dá permiso para salir a jugar?—. Una frase de esas que ya no se escuchan porque salir a la calle, aunque sea frente a la casa, ya es considerado algo muy arriesgado y peligroso.
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La década de los noventas, en la que viví mi infancia, parece estar a años luz porque muchas de las cosas que conocí han dejado de existir. En mi mente parece que fue ayer cuando solía salir a jugar con mis hermanos, primos y amigos; cincos, carreras, escondite, tenta, arranca cebollas, o un simple partido de fútbol usando un par de piedras y una pelota.

Recuerdo que muchos de esos encuentros en una de las calles del barrio La Palmita, en la zona 5, o en las empolvadas calles de las quintas en Chimaltenango, se detenían por momentos muy esporádicos para dejar pasar a más de algún carro luego que alguien gritara: “carro, viene carro”. Luego todos corríamos a la seguridad de las banquetas o a la orilla de la calle.

Esto ocurría tan eventualmente que nos dábamos el lujo de gritarle a los que pasaban a gran velocidad: “cuidado, esto no es pista”. En la actualidad parece impensable hacerlo por lo violenta y agresiva que se ha vuelto la sociedad.  También porque ahora poco se explica a los niños que la velocidad mata y que la calle les pertenece.

Las calles cambiaron. Se dice que es “necesario” un carril más en la calle, siguiendo conceptos que nunca probaron ser funcionales en el diseño urbano porque esas políticas de desarrollo no ponen en el orden de prioridad a las personas. Las banquetas pasaron a ser accesorias, molestas y en algunos casos hasta han desaparecido por completo, sobre todo en vías principales. 

Salir se convirtió en deporte de alto riesgo. Los niños dejaron de necesitar la calle porque también cambió el entretenimiento que ahora está en una pantalla. Las risas se apagaron y las calles lucen cada vez más vacías, esperando que un día nuevamente puedan escucharse gritos, cantos y risas al ser usadas para jugar.

En estos días ví el video de una cámara de seguridad que registró un terrible incidente. Una niña cruzó súbitamente la calle sin voltear a ver y una motocicleta que pasa a muy alta velocidad la atropelló. Los comentarios culpan, en su mayoría, a la mamá por descuidar de su hija. Ningún menciona que la calle es estrecha y no tiene banquetas, y que el conductor iba a una velocidad exageradamente rápida. Hay mucho que evaluar aquí y el énfasis que personalmente quisiera poner es en las externalidades que hicieron que esta situación se produjera.

  • La niña y víctima, además de ser la persona más vulnerable, es la más inocente y no tiene culpa ni responsabilidad sobre sus acciones. La percepción del espacio en esa pequeña mente es (y debería ser) igual en la calle como en la comodidad de su dormitorio.
  • A la madre, no se le ve despreocupada pero es responsable por no estar en constante vigilancia. Sin embargo también es víctima de la falta de espacios adecuados para habitar.
  • El conductor, que poco pudo hacer para evitar la tragedia, debió haber ido despacio. La mayoría de colisiones y hechos viales se deben al exceso de velocidad.

Para mí los responsables de esta tragedia son los alcaldes y las corporaciones municipales porque tienen una carga histórica, una responsabilidad social y deberían poner su voluntad en mejorar las reglas de juego dentro de su municipio. Lo que decidan, o no, desde la comodidad de su silla, repercute sobre la forma en que las personas viven y conviven dentro de su territorio.

Las políticas públicas y el paisaje urbano responden directamente a sus decisiones, las cuales deberían estar basadas en el bienestar de las personas que viven, trabajan, estudian y se desarrollan dentro de los límites municipales.

Una adecuada organización espacial permitirá que ese concepto de “calidad de vida” no sea un estribillo de campaña que acompañe a todo tipo de inversión pública sin mayor fundamento, justificación o sustento.

¿Por qué los niños ya no salen a jugar? Simplemente porque hemos construido ciudades que no son aptas para niños, ni para vivir. La ciudad de día es acelerada, violenta, veloz y una jungla de concreto y contaminación que no es agradable para nadie. La ciudad de noche, por otra parte, reposa en esa única función, ser el lugar a donde vamos a dormir, sin interacción, sin convivencia, sin vida.

Los niños de ahora no salen, porque las ciudades que hemos construido son cualquier cosa menos un lugar para niños.

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