Guatemala: El eterno Portalito (cavilaciones a cuatro manos)

Dos amigos que no se han visto en muchos años se encuentran, y estos son sus pensamientos, sobre la amistad, sobre Guatemala, sobre el eterno retorno de nuestros muchos males y raras alegrías.
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Acudí puntual al llamado de Tomás. Fue más bien un señuelo, como el que utilizaría un cazador experimentado para atraer a peculiares especímenes urbanos. El señuelo era una foto de Tomás y su esposa con sendas chibolas de cerveza en el Portalito, y yo me tragué el anzuelo sin dudarlo, y con gusto. Yo estaba tomando desayuno (que más bien era un brunch, por la hora), en un local cercano a la Plaza de la Constitución, mientras me preparaba para asistir a un festival cultural de resistencia universitaria contra el fraude en la elección a Rector.

Deambulábamos por el centro histórico de la zona 1, nos quedaban ya pocos días en Guatemala.  Y yo, que tengo una predilección muy especial por esa parte de la ciudad (será porque allí mismo, al ladito del mercado Colón, dejé el ombligo) insistí en que camináramos una vez más por la sexta, pasando frente a la placa de Oliverio, y de allí no quedó más que seguir el barullo, el piqueteo de las teclas de la marimba, y las puertas batientes del histórico Portalito.   Habíamos dicho que solamente sería una parada técnica, de despedida más bien, porque de allí seguiríamos al mercado central a comprar algunas artesanías que, por cierto, fueron muy bien recibidas por sus destinatarios finales, a muchos miles de kilómetros de distancia.  

Plácidamente conectado al Wifi de un McDonalds vecino (no estaba comiendo ahí, esa comida es incomible, pero la señal del McWifi de hecho es bastante buena), escroleaba yo en mi Facebook cuando me topé con la publicación de Tomás, un “¡Viva Guate!” que coronaba una foto de la sonriente pareja con sus grandes recipientes redondos de cerveza. De inmediato reconocí el mítico Portalito, el bar donde la más variopinta fauna social, cultural y política de la ciudad se reúne a beber cerveza desde hace casi un siglo.

Usando el roaming del teléfono, mientras nos servían las chibolas de cerveza mixta (¡con sus respectivas bocas, por supuesto!), Mary Lou y yo decidimos hacernos una foto y colgarla en Facebook.  Un poco para dejar constancia gráfica de nuestros “whereabouts”, y otro poco con espíritu travieso de lanzar un anzuelo para algún desprevenido parroquiano que anduviera con un rato libre y un poco de ganas para platicar. Yo le contaba a ella, mi esposa extranjera, pero con la identidad chapina germinada ya bajo la piel, varias anécdotas de ese lugar.  Historias que yo mismo heredé en tardes eternas con mi viejo y mis abuelos, allí mismo.  

El lugar quedaba a dos cuadras de donde yo estaba. La publicación se había hecho hacía veinte minutos. Si era reciente, todavía podía encontrarlos ahí. Llegué corriendo, entré al enorme salón, y lo encontré atiborrado, como correspondía a un sábado al mediodía. 

El lugar estaba a reventar, pero nadie conocido.  Y es que hemos aprendido en los últimos años que con el tiempo y la distancia viene un lento pero imparable desarraigo.  Sensación como de maceta trasplantada, que sacaron de un patio y se la llevaron a otro muy lejano, quizás hasta con temperaturas totalmente ajenas, olores muy distintos y colores de otra tonalidad que no hacen sino recordarte, a diario, por cierto, que siempre serás un forastero en cualquier lugar que no sea el patio de tu propia casa y la cuadra de tu propio vecindario.   

Lo atravesé estirando el pescuezo en todas direcciones, pero fue Tomás quien me vio antes que yo a él. “¡Alejandro!” escuché el grito poderoso antes de poder ver a mi viejo amigo, compañero de aulas desde la primaria. Nos fundimos en un abrazo que valía los años que llevábamos sin vernos. 

No sé cómo le hizo para llegar a tres metros de nuestra mesa.  Y mucho menos me explico cómo le hice para reconocerlo porque estaba casi de espaldas.  Quizás porque vi la guitarra y eso llamó mi atención.  Colochos largos, jeans, T-shirt y una mochila.  Viajero ligero pues.  Al girarse pude confirmar que efectivamente era mi amigo de infancia.  “Arriaza”, como nos habían enseñado los maristas a llamarnos por el apellido.  Me dio un enorme gusto verlo y, por supuesto, que pudiéramos tener la oportunidad de reencontrarnos y ponernos al día.  Este es Arriaza, le dije a Mary Lou, que no terminaba de procesar lo que estaba sucediendo.  Con este hombre estudié desde los 10 años cuando volvimos a Guatemala.  En su casa aprendí a tocar órgano y su mamá nos visitó en Roma, ¿te acuerdas? 

Me presentó a su encantadora esposa Mary Lou, canadiense, doctora en literatura latinoamericana, match perfecto para el brillante Tomás, economista que lleva años trabajando en instituciones internacionales de alto nivel. La historia de amor de la pareja, que se remonta a los tiempos en que él todavía estaba en bachillerato, merece narrarse en su propio espacio, pero baste decir que es material para novelas y películas. Pedimos otra ronda de cerveza y nos pusimos a hablar los tres de los años transcurridos, de las vidas de cada uno, e inevitablemente terminamos hablando de Guatemala. La nostalgia, la rabia y la desesperanza se hicieron presentes en la mesa junto a las tostaditas de frijol, salsa, guacamol, revolcado y morcilla, que son las bocas típicas del lugar. Incredulidad constante, por el largo tiempo transcurrido y lo poco que ha avanzado el país. 

En un espacio como ese, en un estado de ánimo como ese, no podíamos sino hacer catarsis.  Abrir el chorro de la angustia y desesperanza que muchas veces produce Guatemala.  Esa sensación de callejón sin salida, de cuento circular, de espiral infinito.  No pude contener la comparación internacional, porque me ha tocado ver cómo en otros lugares el tiempo también transcurre pero con él van quedando evidencias de progreso, de salida del atraso – material y mental –.  

Humor amargo ante el sambenito de “chairo” que se le endilga a todo aquél que pretende sugerir los más básicos cambios dentro de un estándar democrático moderno. Hablamos de la política embarrada hasta la coronilla, y de intentos frescos por limpiarla. Y ello nos llevó más lejos,  a figuras como Manuel Colom, alcalde de la ciudad, y Alberto Fuentes Mohr, diputado y ministro, y luego fue tan sólo natural llegar a Oliverio Castañeda de León y al extenso martirologio guatemalteco. 

Tantos nombres, tantos apellidos repetidos y finales iguales (o muy muy parecidos).  Tanta diáspora que sueña con tener espacio para aportar ideas y tan poco espacio para aprovechar toda esa energía social que el país ha expulsado.  Gente haciendo cosas muy interesantes, demostrando que las oportunidades son una condición necesaria para desarrollarnos.  Así de simple y así de poco entendido.   

Tanta, tantísima gente valiosa sacrificada al dios de la corrupción, la ambición y los excesos, tanta gente perdida para nada. La danza de las cervezas continuaba en el Portalito mientras barruntábamos los oscuros derroteros que el país seguía en su caída al abismo. Tomás aderezaba las bocas de frijol con algunos datos de desarrollo mundial: “Imaginate vos” me decía pensativo, “hace veinte años, el nivel de pobreza de Ruanda era del 60% y el nivel de pobreza de Guatemala era del 60%. Hoy en día, el nivel de pobreza de Ruanda es del 40% y el nivel de pobreza de Guatemala es…del 60%…todavía.” Lo vi incrédulo. “¿Ruanda, en serio? ¿El país del genocidio más infame de finales del siglo veinte nos ganó en mejorar sus indicadores sociales?” “Mjm” corroboró Tomás bajándose un buen bocado de tostaditas con el correspondiente trago de cerveza mixta. “Así es, un país africano asolado por un genocidio ha manejado su pobreza mucho mejor que nosotros.” 

Al escribir estas líneas recuerdo el rifi-rafe que se armó porque la DW publicó una gráfica de pobreza en la región, y la reacción e indignación que generó porque aparecíamos en primer lugar, en vez de en segundo.  ¿Qué más da si es un 50, 55 ó 60 por ciento de paisanos que no llegan a la línea de pobreza? Lo que realmente nos debiera importar es que ese numerito no se ha movido en muchos años (¡en 3 generaciones! para ser más exactos). 

Mientras contemplaba yo estos datos asombrosos, mi amigo me contó un par de historias sobre sendos ancestros suyos, uno conservador y otro liberal, que intercambiaron sonoras bofetadas décadas atrás, en ese mismo salón donde hoy compartíamos. Así es el Portalito, una especie de zona de neutralidad donde se reúnen militares y guerrilleros, izquierdistas y derechistas, amén de gente sin ninguna filiación política, en feliz concupiscencia alcohólica. Afuera en el parque, bien sabíamos, pululaban ladrones (con y sin uniforme), delincuentes (con y sin corbata) y toda una pléyade de peligros (de los cuales ser tragado repentinamente por la tierra era tan sólo uno). Pero aquí estábamos todos, compartiendo felizmente con cerveza y buenas bocas, ajenos temporalmente a los mil peligros que nos rodeaban, al abismo al que nos dirigíamos al parecer de manera inevitable. 

Esas son las conversaciones que hacen falta, pensaba yo.  Hay que recuperar temas de conversación.  Poder hablar de todo y ampliamente.  No tener el miedo al disenso porque es justamente allí, en las diferencias de opinión, que se esconden las soluciones.  No las tiene un único mesías político ni un único “dream team”.  Porque Guatemala no es un problema, es un proceso, en el que debemos participar todos en algún momento.  Recibir la estafeta, correr unos metros, y entregarla al que viene atrás.  Mientras no entendamos esto seguiremos rindiendo honores a una docena de nombres y seguiremos perdiendo de vista lo más importante: avanzar en bloque, multiplicando oportunidades e ideas ingeniosas.  

Hicimos silencio por un momento, ponderando estas oscuras cavilaciones, cuando de pronto la marimba del bar estalló como una alegre fiesta de zanates dicharacheros al caer la tarde. Y todo estaba bien en ese momento, con marimba y cerveza, con boquitas y risas. Y de pronto a Tomás le sobrevino una revelación: ¡Eso es Guatemala! ¡Un eterno Portalito! Todo el mundo está feliz, tomando cerveza, oyendo música, compartiendo, mientras afuera ronda el peligro y el sistema y la sociedad se hunden irremediablemente, y parece que a todos les da igual. 

Como le dije a Alejandro, nuestro mecanismo de defensa, para no perder la cordura, son espacios como el Portalito, zonas de penumbra (twilight zones), curiosamente a tres pasos de aquel escurridizo “¡Alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre!” 

Con eso terminamos nuestra inesperada reunión, nos despedimos los tres con fuertes abrazos, con los mejores deseos y con votos de reunirnos de nuevo pronto, donde fuera que la vida nos llevara. Dejé a Mary Lou y a Tomás en la mesa del bar, preparándose para su viaje de vuelta a Norteamérica, donde reparten su matrimonio entre Estados Unidos y Canadá, y yo me dirigí a mi festival, a encontrarme con más música, más amigos, más alegría y más de una cerveza, otra faceta de ese eterno Portalito que es Guatemala, el país que se desploma mientras todos intentamos pasárnosla bien y no pensar demasiado en el asunto.  

Tocó decirnos adiós.  Tocó darnos un abrazo que nos dejó a todos con sabor a “ojalá”.  Ojalá nos volvamos a ver.  Eso me volvería a dar un enorme gusto.  Pero me daría mucho más gusto que nos volviéramos a encontrar y pudiéramos hablar de algo más que de nuestra estática histórica.  Que pudiéramos decir finalmente… eppur si muove…

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1 comment
  1. Muy real la comparación, eso es Guatemala un “eterno portalito” o más bien un ” circo realidad”
    Gracias Alejandro y Tomás por esta narracion llena de reflexiones. Esperando ver tiempos mejores.

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