Ilustración: Herbert Woltke

El reto de niñas y niños: hacerse escuchar en un mundo adultocéntrico

El otro día, revisando Facebook, me encontré con un meme aludiendo a que los niños eran una molestia y que no podían hacer nada solos. No era la primera vez que veía algo parecido, así que casi deslizo mi pantalla sin ponerle mayor importancia. La mayoría de reacciones de dicha publicación, por supuesto, eran “Me divierte”, y los comentarios iban en la misma línea.
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Me pregunté el por qué de este tipo de memes y llegué a la conclusión de que esta era una pequeña forma de violencia, sutil y camuflada, parte de algo mucho más grande: el adultocentrismo.

El adultocentrismo casi siempre pasa desapercibido, tanto que muchas veces no sabemos que es un sistema de opresión que perpetuamos de forma continua. No podemos obviar que es una violencia que existe, y que afecta a las necesidades y derechos básicos de niños, niñas y adolescentes. No me tomó mucho tiempo empezar a notar cómo nuestro mundo realmente es un mundo pensado y hecho para adultos.

El primer paso en todo proceso de deconstrucción es autoevaluarse. Desde hace mucho tiempo decidí que ser madre no era para mí, y eso está bien. El aspecto negativo de ello era aquella famosa frase, repetida por mi boca infinidad de veces: Odio a los niños. Tampoco se salvan las malas caras que hice en ocasiones al escuchar a un bebé llorar en un lugar público, en vez de ser empática. ¿Por qué usé en ese entonces una palabra tan nociva? 

Tengo veintiún años, y a diario convivo con una niña de ocho años: mi hermana. Esta situación me ha permitido ver, de cerca y desde que tengo trece años, cómo ella ha sobrevivido en un mundo lleno de adultos. También he sido testigo de cómo su vida y convivencias se han visto quebrantadas por la pandemia; pocas veces he visto visibilizada esta problemática de forma pública, y son contadas las veces que yo misma he mencionado esta situación con las personas que me rodean.

Otro espacio terriblemente adultocentrista que resurgió en mi mente fue el colegio. Al recordar pedazos de infancia, nunca faltó el docente que consiguiera silenciar mi opinión y las de mis compañeros y compañeras de aula. En la mayoría de estos espacios se coloca al estudiante y a la juventud en condición de inferioridad, mientras la persona adulta que enseña cuenta con una autoridad incuestionable. Hace mucho me gradué del colegio, y también hace mucho no visito uno: solo espero, de todo corazón, que existan más docentes con ideas para transformar y enseñar de forma activa, participativa y respetuosa.

Por último, me gustaría apelar a la participación de la niñez y adolescencia en debates importantes que competen a la ciudadanía. En Guatemala, el Censo 2018 nos demuestra que 33.4% de la población tiene de 0 a 14 años. No veo a la niñez en campañas mediáticas de medidas sanitarias, no veo que se les incluya en la formulación de soluciones para la corrupción, el daño al medio ambiente, la falta de participación ciudadana. Los niños y niñas también pueden (y quieren) ayudar a la construcción de espacios seguros e incluyentes. Lo que sucede es que no les escuchamos.

El adultocentrismo puede empezar como algo pequeño como un meme en Facebook, pero es una sombra que va mucho más allá para violentar la niñez y su desarrollo. Como adultos, nuestro rol es construir espacios de convivencia para que este grupo se desarrolle de una manera plena y feliz, en donde se les escuche, respete y no se dude de sus capacidades. La niñez y adolescencia posee derechos, y es momento de respetarlos.

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