Corazones que resisten

Ilustración: Herbert Woltke

Jamás imaginé que, en plena pandemia y en un país como Guatemala, jóvenes activistas me devolverían la esperanza. Esto sucedió en el Cibaque, una iniciativa que surgió después de las manifestaciones del 2015. Las plazas convocaron a una diversidad de personas que llegaron a expresar su sentir sobre la política y lo político, no solo en la capital, también en otros departamentos. Fue la primera vez en mi vida que vi cómo sectores tan diversos necesitaban hablar, decir lo que pensaban, a pesar de los abismos que surcan los imaginarios de quienes habitamos este país.

Ese momento fue una llama que al apagarse dejó un montón de brasas encendidas y permitió que, aún en la oscuridad, la luz de tantas organizaciones y colectivas permaneciera encendida, incluso prendiendo otras más. El Cibaque es un encuentro anual de activistas para activistas, organizado por el Instituto 25A, Techo y JusticiaYa, en donde estas brasas confluyen y, desde el 2017, hacemos fogatas que mantienen viva la fuerza, el pensamiento crítico y la amistad política. 

Tengo 35 años y me asumía como ajena a este tipo de acercamientos amorosos a los temas políticos. Por mi trabajo en memoria histórica mi camino ha sido desde la esperanza, pero sobre todo desde el dolor y la rabia. Esto me hace ser pesimista sobre las posibilidades de atestiguar transformaciones profundas en Guatemala, país en el que la clase política gobernante cada día nos sorprende con su capacidad de hundirnos en su maraña de corrupción.

En el 2020, después de haber pasado meses encerrada en mi casa y lejos de mis vínculos más queridos por la pandemia de Covid-19, empecé a trabajar como responsable de la logística del encuentro anual del Cibaque de ese año. Poco a poco, gracias a este trabajo, he conocido la que creo es la nueva generación de jóvenes integrantes de organizaciones de activismo político y, de pronto, me descubro emocionada por el futuro. Hay una vanguardia de feministas, antirracistas, anticolonialistas, antifascistas, ambientalistas, progresistas y otras tantas corrientes políticas disidentes que expresan una libertad que yo no vi cuando empezaba a organizarme mientras estudiaba la licenciatura en donde formé parte de un grupo estudiantil.

Me ha sorprendido la naturalidad con la que los y las activistas hablan en lenguaje incluyente, toman los relatos históricos y los problematizan mientras los resignifican, cuestionan los liderazgos verticales y, sobre todo, me emociona cuando exigen que los espacios se construyan de manera amorosa y solidaria. Es posible que esta emoción se conecte también con mi necesidad de creer en algo, de pertenecer, de tener también una comunidad que me acuerpe. A veces se me olvida que aquí la rebeldía desde siempre ha sido semilla, raíz, brote, tronco, hojas, flores, frutos y para siempre lo será.

Reconociendo que el contexto es adverso a las luchas que buscan transformar el país y que el camino se hace complejo y a veces cansado, este noviembre -por quinto año- nos vamos a encontrar de nuevo. Nos convocamos para acompañarnos en una exploración personal que implica ver hacia adentro y reflexionar sobre los motivos que en algún momento nos conmovieron, convirtiéndose en la razón de nuestra lucha política. 

Sabemos que no es fácil atrevernos a meter las manos en la tierra de nuestra memoria y escarbar para sentir las raíces de lo que somos hoy, porque puede revivir dolores y rabias profundas. Este es un camino que exige llevar al terreno personal la interpelación de nuestros propios relatos para quitar aquellas cosas que se van haciendo piedra y nos limitan expandir el corazón. Pero caminaremos bajo el abrigo de esta comunidad en la que están también nuestras amistades políticas, esas complicidades a las que nos amarramos para seguir resistiendo -y riendo- a pesar del dolor del que venimos, celebrando que seguimos y seguiremos aquí.

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