Este reportaje fue realizado gracias a la iniciativa ¡Exprésate! de la International Women’s Media Foundation.
El 16 de marzo de 2008 tuvo lugar en la Ciudad de México un choque entre dos movimientos de la cultura rock: punks contra emos. El encuentro, en el que intervino la policía para evitar que la violencia escalara, es reseñado cada cierto tiempo por distintos medios de comunicación. En el subsuelo de aquel hito aguardan las causas más sutiles del enfrentamiento. El odio hacia el movimiento emo tiene su origen en la masculinidad hegemónica que esa cultura transgrede (delineador, uñas pintadas, ropa ajustada, emocionalidad).
En Hospital Blues, Julio Cortázar escribió que los detalles expresan una cosmovisión. Para entender la inquina de los punks contra los emos habrá que fijarse en los detalles: cuando los medios intentaban explicar el porqué del enfrentamiento, algunas personas del bando punk hacían declaraciones vinculadas al cuerpo de los emos. Expresiones como “son muy delgados”, “parecen más niñas que niños” o “usan ropa de mujer”, subyacen entre los reportajes de la época.
Esas manifestaciones violentas están vigentes en la actualidad: la rapera Gabriela Bolten han recibido mensajes de odio en redes sociales a causa de su cuerpo, la DJ Mandy Joha ha sido criticada por ser mujer lesbiana y a la artista drag queen Gatía 0ta le han dicho que no puede ser trans porque es una mujer.
Estos insultos tienen en común la afrenta histórica contra los cuerpos “distintos”, esos que no se adaptan a una normatividad hegemónica. Algo parecido ha ocurrido con otros colectivos artísticos, como el Glam metal, cuya performatividad andrógina de sus músicos destiló críticas que redujeron el movimiento a frases como “rock de mechas” o apodos puestos para referirse al género musical como “hair metal” o “nerf metal”.
El cuerpo es importante porque con él habitamos el mundo, pero es constantemente sometido a todo tipo de violencia, una de ellas es la llamada violencia simbólica –término acuñado por el sociólogo francés Pierre Bourdieu– o la violencia cultural –denominada así por el sociólogo noruego Johan Galtung–. Estos tipos de violencia existen actualmente en la escena musical.
La socióloga feminista Silvia Trujillo resalta que es importante hablar de esto porque “en la medida que se nombra ‘violencia’ a un hecho, este se transforma en un problema y se empiezan a buscar soluciones”.
En este reportaje se presentan los testimonios de artistas que han sufrido este tipo de violencia: Gabriela Lemus Rodríguez, una rapera guatemalteca cuyo nombre artístico es Gabriela Bolten; Lucía Rosales, una drag queen conocida en ese ámbito como Gatía 0ta (cerota) y Mandy Johana Cifuentes, conocida como DJ Mandy Joha cohabitan el mundo del espectáculo guatemalteco, un espacio que artistas han erigido con sus propias manos ante la falta de una industria, apoyo y hasta espacios seguros para presentarse.
Las disciplinas artísticas de Bolten, Gatía 0ta y Mandy Joha difieren una del otra, pero tienen algo en común: las tres han sido rechazadas a causa de su cuerpo, una práctica que trasciende lo artístico y se instala en sus diversidades corporales, las cuales escapan de lo heteronormativo.
Gabriela: violencia en la escena Hip Hop
Soy el gran infierno por eso estás en el cielo, no admites que mis rimas tienen fuerza de acero, dice la canción “Cuenta regresiva”, de la rapera guatemalteca Gabriela Bolten, quien ha sido blanco de violencia a causa de su cuerpo. En ella responde a ese tipo de comentarios que recibe, sobre todo, en sus redes sociales y bajo el anonimato: Algunos dicen que no puedo porque soy muy joven, otros que me falta tener un bonito abdomen.
Gabriela cuenta que la mayoría de estos ataques se relacionan a su peso, a que su cuerpo no llena las expectativas del “goce masculino”, como ella lo describe.
El último caso que recuerda ocurrió pocos días antes de ser entrevistada para este reportaje, durante una presentación que dio apoyo al Paro Nacional Indefinido que convocaron los 48 Cantones de Totonicapán y autoridades ancestrales de Sololá, entre otras organizaciones. “Tuve una intervención artística en el MP, como manifestante, y lo único que recibí fueron comentarios de odio aludiendo a mi peso, a mi corporalidad de gorda”, dice la rapera. También la llamaron “comunista”, otro de los insultos que forma parte del catálogo de violencia simbólica en Guatemala.
Gabriela añade que también ha recibido este tipo de violencia dentro del movimiento Hip Hop, precisamente el espacio donde muestra su arte. “Muchos compañeros se han atrevido a despreciar o aludir a mi corporalidad como una forma de deslegitimar lo que hago, sobre todo, por mi condición de mujer y por mi cuerpo”, señala.
A pesar de eso, Gabriela reconoce que la mayoría de agresiones vienen de las redes sociales. “Ahí ha sido la violencia más fuerte. Físicamente no la he experimentado”, asegura. Sin embargo, la rapera de seis años de trayectoria reflexiona sobre los efectos que este tipo de violencia tiene en ella. Como cualquier otra herida, debió tomarse el tiempo para sanar.
“Al inicio sí afectó mi autoestima y sobre todo mi autopercepción, pero conforme fue pasando el tiempo me blindé emocionalmente y ahora trato que no me afecte. Fueron sentimientos y emociones muy negativos al principio, sí dañó mi autoestima y me hizo sentir muy mal”, señala.
Gabriela también responde a ese y otros tipos de violencia rapeando: A mí me dicen fuerte porque yo soy un MC, porque no temo cuando me toca decir, porque le hago frente… voy a resistir… canta en “Borboleta”, una canción de autoexploración política.
“A las mujeres en esta industria (de la música) se nos exige un prototipo, cuidar una imagen que debemos mantener, que es la de una mujer que debe ‘vender’, la que tiene ciertas medidas corporales y cierto aspecto físico, producción de maquillaje o apariencia. Tenemos que usar la música para decir que hay mujeres diversas y que no tenemos que cumplir con ese canon estético. También hay mujeres morenas y gordas que hacen música y que es igual de válida que aquellas que tienen otra corporalidad”, declara Bolten.
Lucía: no hay términos medios
El delineador se desliza en el borde del párpado y dibuja una línea gruesa que disminuye a medida que se acerca a la sien. No es la primera vez que Lucía Rosales se delinea los ojos en las últimas cuatro horas. Siempre busca el maquillaje perfecto para sus presentaciones como drag queen.
Lucía se define como una mujer no binaria. Tiene dos profesiones, y en ambas trabaja con el cuerpo: es nutrióloga antidieta y travesti. Como Gabriela, ella también ha sufrido violencia a causa de su cuerpo cuando actúa.
Las audiencias del lado del travestismo son polares, dice Lucía. No hay términos medios: o les gusta totalmente el show, o lo desprecian por completo. “Hay una conexión que lleva a la gente y la mueve a estar presente (en los shows). Por el otro lado está el rechazo total, ese que crítica muy fuerte y que tampoco hace críticas objetivas a mi trabajo, sino que es un cuestionamiento por lo que hago y por el tipo de cuerpo que tengo y cómo me presento”, dice Lucía, cuyo nombre artístico es Gatía 0ta.
El rechazo por el cuerpo que Lucía ha sufrido es particular. Las personas que la atacan, dice, lo hacen porque ella es mujer y creen que su cuerpo no es “apto” para el travestismo: “Me han dicho que no lo hago bien porque ya soy mujer y entonces se dice que tengo cierta ventaja”, afirma.
Hay otra particularidad en la violencia que Lucía ha sufrido en sus shows: “Me han tocado sin mi consentimiento porque relacionan el travestismo al trabajo sexual, pero no por eso implica un consentimiento a tocar a la artista”, explica.
También recuerda que en tres o cuatro presentaciones ha tenido altercados con chicos gay: “No ha habido personas heterosexuales en esas violencias. Es extraño porque sigue siendo una relación de poder sobre cómo percibimos a los hombres cisgénero que son gais y su forma de relacionarse con las mujeres cisgénero. Independientemente de las identidades de género, hay una percepción social sobre quiénes somos y eso ha hecho que un gay diga ‘te voy a agarrar la nalga’… eso también es abuso sexual”, sentencia.
Lucía también trabaja con el cuerpo desde la nutrición. Para la artista y nutricionista, el cuerpo debe existir sin restricciones sociales impuestas que van desde cómo nos vestimos hasta qué comemos, por lo que su enfoque en esa profesión es “antidieta”, el cual busca conectar la alimentación con las necesidades corporales, aprender a escuchar lo que los cuerpos necesitan para tener una alimentación saludable y desmitificar la delgadez como sinónimo de “bienestar” o la gordura como sinónimo de “enfermedad”.
Tanto desde lo drag –que ejerce siendo mujer– como en la nutrición –que ejerce siendo gorda, dice– Lucía se opone a los cuerpos hegemónicos, aquellos que “tienen toda la atención, tienen voz, tienen voto y, sobre todo, los que reciben toda la luz”, indica.
La violencia, en todo lo visible y lo invisible
Silvia Trujillo, socióloga y feminista, afirma que todos los casos expuestos en este reportaje representan violencia. Además, explica que podrían considerarse discurso de odio porque incitan a otro tipo de violencia contra las personas.
“Este discurso, además de concentrarse en poner en esa persona todo lo negativo, incita a otras a la violencia, a negar la existencia de esa otra persona. Esto ya puede ser considerado discurso de odio, pero más allá de la discusión de si es discurso discriminatorio o de odio, lo importante es que sí es una forma de violencia”, indica Trujillo.
El problema con la violencia simbólica, afirma Trujillo, es que puede llegar a aprenderse y, por lo tanto, normalizarse.
Trujillo cuenta que participó en un estudio en el que le preguntaron a mujeres si alguna vez habían sufrido violencia política, la mayoría respondió que no. Pero cuando les preguntaron si les habían apagado el micrófono en una reunión, las hicieron callar, les impusieron algún tipo de censura o les habían hecho comentarios sobre su cuerpo, la respuesta general fue que sí.
“Al final, todo eso que las personas no sepamos que es violencia y que tiene implicaciones en nuestra vida, forma parte de esta violencia simbólica, y eso tiene consecuencias”, señala Trujillo.
Luisa González Reiche, educadora, artista, ensayista y catedrática universitaria de pedagogía y filosofía, explica que, desde los nuevos materialismos, el lenguaje es un fenómeno “semiótico-material”, por lo tanto, los efectos de la violencia simbólica pueden ser tangibles.
González-Reiche lo ejemplifica así: Guatemala es una sociedad racista que ha sido organizada a partir de ese discurso que, a su vez, tiene repercusiones materiales directas. Desde el racismo “se ha ido moldeando nuestra forma de entendernos de cierto modo, y eso lo que ha hecho es producir estas formas de relación que son bien limitadas, o sea, no solo con respecto a nosotros como seres humanos, sino con respecto a todo lo que existe”, reflexiona.
Masculinidad y negación
Tanto Trujillo como González-Reiche se refirieron a que el tipo de violencia que interviene en estos casos se construye a partir del patriarcado, el sexismo, la homofobia, la transfobia, entre otros.
Por ejemplo, en el colectivo emo quienes usualmente eran atacados eran los hombres que estaban en contacto con su emocionalidad, además, porque eran delgados, se pintaban las uñas, se cubrían el rostro o usaban delineador. Esa construcción tiene como base el desprecio a la feminidad, ese que inculca que todo aquello que se asemeje a una mujer sea rechazado porque “incumple” parámetros de lo masculino. “En la lógica patriarcal dualista, la racionalidad es masculina y la emocionalidad, femenina”, explica Trujillo.
Ambas expertas señalaron que la masculinidad se conforma a partir de tres negaciones: no se es mujer, no se es niño y no se es gay; lo que se traduce en tres sistemas generales de opresión: el patriarcado, el adultocentrismo y la heteronormatividad.
“A los hombres se les enseña a definir su masculinidad en negativo: vos sos hombre porque no sos mujer, porque no sos emocional, porque no sos chillón, no sos hipersensible, no te ponés ciertos colores, no tenés ciertos gestos. Entonces ya existe una identificación de aquello que se opone (a lo masculino), y lo que se le opone no es deseable”, argumenta González-Reiche.
Ocurre lo mismo con los “cuerpos normativos”. Los cuerpos aceptados son los que son delgados, blancos, altos, etcétera. Esto, agrega González-Reiche, deviene en una “producción problemática de normalidad” y de modelos únicos. “Son modelos donde hay ciertas copias certificadas que van a ser aceptadas y luego hay otras que son como las copias que no entran ni van a ser reconocidas, son simulacros que están en una dinámica de violencia real que opera activamente sobre cuerpos físicos. En este caso, a estas personas les toca performar una manera particular de ser que se adapte y que les sirva para sobrevivir en ese entorno”, concluye.
Estas construcciones explican por qué “lo femenino” atraviesa todo tipo de violencia. En espacios culturales colectivos, como el mundo del espectáculo, los ejemplos abundan.
Del Génesis a The Beatles
El 20 de marzo de 1969 contrajeron matrimonio el músico John Lennon y la artista conceptual Yoko Ono, hecho que, según leyendas que emigraron, casi intactas, desde la desinformación a la llamada “cultura popular”, habría puesto fin a la mítica banda The Beatles.
Ono atribuyó la creación de esa leyenda oscura a la prensa, así lo dijo en 1996: “Fui un blanco fácil y una cabeza de turco, escribieron sobre mí de forma poco halagadora, también de John y de mucha gente, pero fue la prensa la que creó la imagen. Era lo fácil, convertir a una mujer en una especie de ser malvado con poderes malignos”, habría dicho la artista aquel año según textos de prensa.
Y tiene razón. En Internet es fácil encontrar titulares como “Cuarenta años de la boda que partió a los Beatles”. Durante años, Ono ocupó el papel atribuido a Eva en el libro bíblico del Génesis: la culpable del pecado del hombre (Adán). Aún en la actualidad, la artista sigue condenada sin culpa. El pasado 2 de noviembre de 2023, The Beatles lanzó Now and Then, una canción escrita por Lenon tras la disolución del cuarteto y que Ono descubrió en cassettes de Lenon allá por 1994 y aportó a la banda para un compilado, sin embargo, Ono no recibió ningún crédito o mención en el video oficial.
Pero la artista nipona no es la única a la que se le ha culpado de “catástrofes” en el mundo de la música. La cantante de Hole, Courtney Love, ha sido señalada como responsable de la muerte de Kurt Cobain, vocalista de la banda Nirvana. De hecho, en 1998 se publicó el documental “Kurt and Courtney”, que redunda en un supuesto complot para asesinar a Cobain y responsabiliza a Love de su muerte. Hank Harrison, padre de Love, también escribió un libro en el que sostiene que su hija, con la que no tenía relación desde los 15 años, estaría involucrada en el supuesto asesinato de Cobain.
Un caso reciente también es el de la cantante Ariana Grande, quien en 2018 fue atacada en redes sociales por la muerte de su exnovio, el rapero Mac Miller. Los señalamientos contra Grande sentenciaban que la ruptura de la pareja habría acelerado la caída de Miller en la adicción a las drogas. Sin embargo, el rapero murió por una sobredosis accidental y su proveedor fue sentenciado a 17 años de cárcel luego de declararse culpable por distribución de fentanilo.
Mandy: la aceptación como forma de violencia
Casi es la 1:00 de la mañana y la fiesta está por terminar. En el centro de la pista de baile se mezclan sudor y alcohol en un solo vapor que no se ve, pero se respira. Los cuerpos se quedan inmóviles al tiempo que se apagan las luces y la voz de Selena escapa por los altavoces diciendo: Si vienen a bailar… pues vamos a gozar… La DJ alarga el silencio un compás. La música reactiva el parpadeo rápido de las luces y la voz de Selena vuelve a aparecer: Si vienen a dormir… salgan fuera de aquí… La canción sigue su curso. El público grita y baila extasiado. Mandy Joha, la DJ, respira satisfecha luego de cada show. Pero las cosas no fueron tan fáciles al inicio.
La violencia que Mandy ha sufrido llegó como rechazo, pero también como aceptación.
Al inicio de su carrera, hace más de 13 años, no había muchas mujeres que se dedicaran a ser DJ, asegura. Ser pionera en ese oficio le acarreó rechazo por parte de los hombres de la escena.
Mandy cuenta que los ataques iniciaron cuando la nombraron “residente” –una categoría que en la cultura DJ significa que, a diferencia de los DJ invitados, el o la artista tiene un puesto fijo en el local donde se presenta– en un conocido bar del Centro Histórico de la Ciudad de Guatemala. Ella averiguó cuánto cobraban los hombres que ponían música en el lugar y cobró de acuerdo a su talento, eso hizo que algunos DJ se quedaran sin la oportunidad de presentarse en el recinto, lo que implicó que la atacaran “por dejarlos sin trabajo”. Le dijeron que “así no se hacían las cosas” y que “no tenía la experiencia suficiente”.
Pero la violencia también llegó a Mandy como una aceptación forzada, una forma de lesbofobia. Los hombres de la escena, que no la atacaban por poner música en el bar, la aceptaron porque era “uno de ellos”.
“Los chicos (DJ) llegaban a decirme: ´vos sos como nosotros, sos uno de nosotros´”. Ese ataque, según Mandy, era porque la identificaban como “hombre”, por su orientación sexual y por su apariencia, ya que Mandy es una mujer a la que le gusta usar el pelo corto.
Mandy es lesbiana, pero al inicio de su carrera, cuando ocurrieron estos ataques, no hablaba abiertamente de su orientación sexual. “Ellos de una vez me identificaban como hombre y yo no me identifico como hombre, soy una mujer lesbiana. Pero según ellos, los comentarios no eran agresivos porque yo ‘era hombre’”, cuenta.
Mandy considera que esa supuesta aceptación hacia su imagen “masculina” es un rechazo violento a su verdadera identidad sexual y a su diversidad.
La construcción de espacios libres
Gabriela, Lucía y Mandy han construido espacios seguros desde el arte que ejercen con sus cuerpos. La violencia no las ha detenido, algunas veces, dicen, las ha impulsado.
A partir de las agresiones en su contra, Gabriela empezó a conformar el Colectivo Urbana, un espacio para discutir sobre estos tipos de violencia entre hombres y mujeres de la comunidad Hip Hop.
Mandy trazó un límite físico, colocó un cartel frente a su tornamesa en el que se lee: “Espacios seguros, no violentos”. Le ha funcionado, incluso uno de los bares donde se presenta lo utiliza en cualquier presentación artística. “Todas queremos lo mismo, un espacio donde podamos estar seguras”, dice.
Lucía encontró un lugar seguro en el travestismo. “Ninguna estudia para ser travesti. Una solo es travesti y es una necesidad cuando te encontrás con un espectro de tu identidad de género. Eso me hizo conectar con partes de mí a las que no hubiera tenido acceso… una vez conectás con eso decís: ‘Esto no lo dejo. Es un lugar seguro interno, de exploración de mí misma, desde el juego y la compasión’”. También lucha contra la violencia corporal desde la nutrición, una que enseña a conectar con el cuerpo, que no impone restricciones alimenticias sino que busca generar armonía y respeto entre el ser y la alimentación. Su lucha es también contra la gordofobia, un tipo de violencia que ocurre cuando “te descartan por tener un cuerpo gordo”, dice. Lucía sana desde el arte y también desde la ciencia.