No es para poco: el proceso electoral, previsto para junio del 2023, es el más opaco que tendremos en la historia política reciente del país. Las red flags están ahí, ondeando con claridad, y con pocas probabilidades de desaparecer.
No son alertas recientes. Basta recordar cómo en el 2019 la recién estrenada Fiscal General, Consuelo Porras, impedía con velocidad y torpeza la participación de Thelma Aldana como candidata presidencial –a quien las encuestas colocaban como favorita– a la vez que retrasaba descaradamente la orden de captura contra Sandra Torres hasta que pudiera inscribirse como candidata y así obtener inmunidad. A pesar de este manoseo directo de las elecciones generales, la población acudió a las urnas para elegir finalmente a Alejandro Giammattei, eterno candidato, quien actualmente cuenta con más del 80% de rechazo de las y los guatemaltecos.
El caso contra Torres estaba vinculado al financiamiento electoral ilícito. Es decir, la manera en que los partidos políticos dejan de serlo para convertirse en meros vehículos electorales de acceso al poder, financiados debajo de la mesa por diversas redes –usualmente de empresarios, contratistas del Estado, políticos, propietarios de medios masivos, militares, abogados y narcos– para asegurar que sus intereses y negocios sean parte de la agenda de quien asume la presidencia y quienes logran mayorías en el Congreso. Esto también afecta a las alcaldías y la elección de alcaldes, como en el caso Caja de Pandora, que evidenció cómo el Partido Unionista presuntamente utilizaba recursos públicos de la Municipalidad de Guatemala para financiar y fortalecer sus campañas electorales.
No es casualidad que integrantes del Cacif se vieran forzados a pedir disculpas públicamente cuando la Cicig reveló que sus bolsillos financiaron ilegalmente la campaña de Jimmy Morales. A partir de ese momento histórico, la cúpula empresarial se empecinó en eliminar a la Cicig y asegurar que el Congreso reformara la ley para, así, “legalizar” su delito. Otra red flag muy clara de cómo este grupo de empresarios busca a toda costa que el juego se haga solo con sus reglas antidemocráticas.
En Guatemala, pocas cosas se aprueban sin el acuerdo de estos grupos de poder. Otra muestra de ello es que a inicios de la pandemia en el 2020, el Congreso de la República eligió, a puerta cerrada y a la carrera, a los nuevos magistrados del Tribunal Supremo Electoral. Los nuevos magistrados tienen vínculos directos con los partidos políticos de Sandra Torres, Zury Ríos, los militares de FCN, Giammattei y las redes incrustadas en el Ministerio Público y la Corte Suprema de Justicia, incluyendo al magistrado Ranulfo Rojas, quien con el señalamiento de haber plagiado su título para acceder al puesto, pudo dejar la CSJ para pasarse al TSE.
Es así como estas redes aseguran su continuidad en el poder a través del control del órgano máximo de las elecciones generales en Guatemala. Por eso, no sorprende cómo este nuevo TSE ha firmado un acuerdo confidencial con el Ejército para el control de la información electoral. Tampoco sorprende cómo han ignorado las campañas anticipadas de Miguel Martínez de VAMOS, de Jimmy Morales con el FCN y de Zury Ríos de VALOR, pero no tienen reparo en notificar a Thelma Cabrera del MLP que sus tuits personales sobre temas de interés general constituyen campaña anticipada.
El TSE es una de las cuatro instituciones clave en las elecciones generales en el país. Las otras tres son el Ministerio Público, la Corte de Constitucionalidad y la Contraloría General de Cuentas. Esta última espera, ahora mismo, la designación de la persona que la dirigirá en los próximos años. Es decir, tres de las cuatro instituciones clave para las elecciones generales son controladas por las mismas redes vinculadas al gobierno de Giammattei, a Zury Ríos, a los militares del FCN, Sandra Torres, los Arzú y otros grupos de poder, así como del crimen organizado. Ante esto, ¿qué podemos esperar de las elecciones del próximo año?
Desear que se “juegue limpio” y esperar que las instituciones públicas funcionen no ha sido suficiente. Ellos han demostrado en los últimos años que no lo harán. No lo hicieron en las elecciones del 2019, ni más recientemente en la elección orquestada a la fuerza de la Fiscal General, en la imposición fraudulenta del rector de la USAC, la elección del PDH, y en la designación de los nuevos magistrados de la Corte de Constitucionalidad. Está claro que las elecciones del 2023 deben ser como ellos quieren para garantizar la continuidad del régimen de impunidad y enriquecimiento ilícito y desmedido. Harán lo que sea necesario, porque si fuese por la voluntad de las mayorías, ellos no tendrían posibilidad alguna de mantenerse en el poder. Y es, justo por eso, que recurren a jugadas cada vez más descaradas para asegurar el resultado que necesitan.
Lo más probable es que nos esperan meses de criminalización de liderazgos políticos de oposición, aislamiento internacional, acoso de net centers financiados por las redes de poder y persecución de la prensa independiente. ¿Qué haremos al respecto como población? ¿Dónde radica nuestro poder cuando el voto ya está condicionado por las reglas de quienes no quieren una verdadera democracia? Solo nos tenemos a nosotras y a nosotros mismos. Y eso, aunque no lo parezca, es suficiente para reconocer las red flags electorales e impedir que Guatemala se siga hundiendo.