Que los parques sean cerrados con cadena y candado a eso de las cinco de la tarde es una representación del resto de la urbe: pequeñas parcelas rodeadas de muros para protegerse de la otredad oscura que amenaza. Guatemala de las rejas. La metrópoli de la garita. Nos encerramos físicamente ante la violencia que acecha producto de crisis sociales interminables e históricas.
No hay punto calmo en la ciudad más que algunas avenidas pulcras en las zonas donde respingan edificios con ventanales amplios. Estos edificios son inaugurados cada poco y no sabemos -bueno, sí nos imaginamos- por qué sospechosamente hay tantos pisos vacíos que nunca serán ocupados, pero sí comprados probablemente con maletas llenas de dólares en cash. En estas partes sí se puede andar, hay jardineras, luz, señales y pintura blanca y amarilla en las aceras. Una vez, por esas zonas, entré a un local comercial y me quisieron vender un encendedor a dos mil quetzales. Hay quienes lo pagan.
Aun así, ni siquiera en estos lares se pueden disfrutar de parques abiertos a donde se pueda ir a comer un panito o a tomar algo por la tarde. En otros lugares “para estar”, quedan los arriates y las esquinas desportilladas , también están los espacios como el parque central, un habitual lugar de paseo, donde se viven constantes riesgos. Es fácil encontrar gente que venda marihuana, rápido se identifica a algún “oreja” que trabaja para el gobierno y hay que prestar atención pues cualquiera puede sufrir un asalto.
Pero poco conocemos en la ciudad de Guatemala de las áreas verdes, con subidas y bajadas llenas de plantas y aire fresco, ya sea porque son escasos o porque cuesta descubrirlos entre tantos centros comerciales. Por algo se aplaude tanto los “Pasos y Pedales”, donde se puede recorrer a pie calles cerradas a los vehículos los domingos. Por unas horas se crea es espejismo de que el peatón le importa a la municipalidad, cuando uno sabe que para cruzar una calle, los pilotos aceleran sin ninguna clemencia y jamás priorizan a los caminantes, cuando lo humano, como en muchos países, sería que los carros se detengan para que la gente pueda pasar al otro lado de la calle.
Caminar es una obligación para la mayoría o un lujo exclusivo para las colonias caras. Quien puede comprar una moto lo hace, quien puede endeudarse para conseguir un carro no lo duda en hacer. La mayoría se mueve en camioneta, como le llamamos (que son buses escolares traídos desde Estados Unidos) y cualquiera que se monta se ha acostumbrado a los robos en quincena, a que hombres se masturben en los sillones, a que los choferes manejen despepitados y sin licencia. Al hacinamiento, a la arbitrariedad en el cobro, a que toqueteen a las mujeres, a la suciedad en el aliento del vecino. En tiempos cuando alguien quiere implantar miedo social, no es raro que acribillen impunemente a los pilotos. No conoceremos jamás un metro subterráneo y ahora que suena el aerómetro, más parece otro truco para la reelección del alcalde y otro brilloso negocio para los cementeros a costa de la ilusión de otro medio de transporte público caro e ineficiente.
Que una pareja de enamorados salga a caminar por ahí no es de lo más seguro. Cedemos nuestro derecho a la recreación, a caminar, a disfrutar la ciudad. A ninguna autoridad le ha importado jamás la vida cotidiana del caminante a pesar de que es sabido que “el peatón lleva la vía”. La calidad de vida de las personas disminuye con el tiempo, últimamente la violencia ha arreciado y salir a la calle supone un riesgo permanente en el cual debemos estar alertas para sobrevivir, sobre todo las mujeres que ninguna se ha salvado del acoso callejero y tiene menos posibilidades de regresar a casa. Desde el Instituto 25A creemos en construir una ciudad amena y caminable, donde dé gusto salir a echarse la vuelta.
Siempre es un gusto leerte, Álvaro.