Mi vida no es precisamente como la imaginé. No estoy donde pensé que estaría en términos del lugar donde vivo, el trabajo que hago, las relaciones que configuran mi cotidianidad y en otros aspectos que, hace unos años, daba por sentado se materializarían. Esto no es necesariamente malo o absolutamente negativo. Es distinto, inesperado y, por tanto, conlleva el difícil ejercicio de renunciar a lo que en definitiva no pudo ni podrá ser. Sin embargo, esta situación también me exige ajustar la idea que tenía de mi vida a mi realidad actual y reimaginar el camino, lo que puede venir.
Hace unos meses decidí dejar mi rol de director ejecutivo del Instituto 25A, organización que creamos hace cinco años y que hemos construido entre muchas y muchos con la convicción de que hay formas distintas de concretar colectivamente otras realidades en la Ciudad de Guatemala. Realidades que dignifiquen a todas las personas y el territorio que habitamos. Tan solo hace dos semanas me despedí finalmente del equipo –y con mucha gratitud– para finalizar, así, el trabajo más hermoso que se me ha encomendado hasta ahora.
Esta nueva realidad me tiene tratando de imaginar lo que podrá venir y hacia dónde caminar. Aunque era una situación que anticipaba meses atrás, no ha sido sencillo. Imaginar no es sencillo. La adultez tiende a menguar la chispa imaginativa y en Guatemala esto se agudiza. El país nos obliga a pensar únicamente en lo inmediato. El espacio para imaginarnos se reduce –y hasta desaparece– por un entorno que no da tregua. Imaginar se convierte en una práctica difícil y, en muchos casos, en un privilegio.
Guatemala también está atravesando un momento importante de reajuste. La inesperada victoria electoral del Movimiento Semilla ha provocado una tormenta de sucesos, tensiones y posibilidades. Esto ha producido algo poco común en la historia de nuestro país: un espacio propicio para imaginar colectivamente. Sin embargo, hay otras fuerzas –como el cinismo, el miedo, el racismo o la resignación– que se cuelan en este espacio y nos limitan o impiden entrar de lleno en la práctica política de la imaginación.
Un espacio propicio para imaginar no es un espacio vacío, libre de desigualdades, relaciones de poder asimétricas y conflictos. Es necesario reconocer la existencia de estas brechas, de las contradicciones que nos atraviesan, de las cargas históricas y las heridas colectivas para potenciar la verdadera práctica de la imaginación. Una práctica que nos mueva hacia una política afirmativa.
Según la guía Terremotos del I25A (2021), la política afirmativa –de Rosi Braidotti– propone una manera de resistir al presente y producir horizontes sociales de esperanza. No se trata de ignorar el dolor y pesimismo que nos atraviesa, sino más bien de convertirlo en una potencia revirtiendo las lógicas que hay detrás de él. Se trata de “activarlo, de trabajar con y sobre él sin olvidar que la positividad no debería conducir a un fácil optimismo, o a una disminución indiferente del sufrimiento humano”.
Así, podemos atrevernos a imaginar un Congreso de los Pueblos de Guatemala, un sistema de educación transformador y emancipador (como plantea Freire), un barrio autogestionado por sus vecinos y vecinas, comunidades urbanas políticamente involucradas, una economía social y solidaria basada en la dignidad, y proyectos políticos amplios y plurales que nazcan de la búsqueda de la justicia y la alegría. Parece imposible, incluso ingenuo, atreverse a imaginar y verbalizar estas nuevas realidades. Sin embargo, la imaginación es una herramienta poderosa que puede dar forma a la política y nos permite trazar un camino concreto que, si bien nos parece muy lejano ahora, puede sentar las bases para que se sigan abriendo espacios de imaginación y construcción colectiva que nos acerquen a esos horizontes.
Uno de esos horizontes, para mi, es que Guatemala sea un lugar de donde la gente no tenga que irse. Como escribe Alejandro Zambra, la felicidad es nunca sentir que sería mejor estar en otra parte, nunca sentir que sería mejor ser alguien más. La imaginación es la práctica urgente que nos puede reconciliar con la posibilidad de un país del que nadie tenga que largarse, en el que nadie tenga que subsistir ni predomine el “sálvese quien pueda”. Un país que al nombrarlo no venga acompañado de un gesto de preocupación, vergüenza o sufrimiento. Estamos en el momento preciso y único para ejercer esa imaginación radical que abra caminos de verdadera emancipación a quienes conformamos los pueblos de Guatemala.